domingo, 12 de agosto de 2012

EL HOMBRE QUE AMABA A LOS NIÑOS de Christina Stead

Traducción: Silvia Barbero
Introducción: Felipe Benítez Reyes
Edición: 2011
Editorial: Pre-Textos
Páginas: 713

Esta novela de Christina Stead se publicó en 1940 y es la única traducida al español.

Sam y Henny Pollit tienen muchos niños, poco dinero y se odian demasiado entre sí.

Cuando Sam utiliza, para alimentar la voracidad de su ego, la veneración que sienten sus hijos por él, Henny lo observa con sombría desesperación, consciente de la amarga realidad que subyace a sus locas visiones.

Muchas novelas sumergen al lector en una espiral de desdichas para aliviarle luego con un desenlace venturoso, con un final en que los azares favorables se armonizan para imponerse al caos que implica el infortunio. Es el esquema asimétrico -y a veces demasiado optimista- de buena parte de la novelística decimonónica, de casi todas las novelas románticas de kiosco y de la mayoría de los cuentos de hadas.Me temo que esta novela es cualquier cosa menos un cuento de hadas. Samy Henny Pollit tienen muchos niños, poco dinero y se odian demasiado entre sí. Cuando Sam utiliza, para alimentar la voracidad de su ego, la veneración que sienten sus hijos por él, Henny lo observa con sombría desesperación, consciente de la amarga realidad que subyace a sus locas visiones.

Escalofriante novela de la vida familiar, de la relación entre padres e hijos, maridos y esposas, esta novela está reconocida como un clásico contemporáneo. La publica por primera vez, en 1940, la editorial neoyorquina Simon & Schuster. Según detalla su biógrafa Hazle Rowley, la autora trasladó la acción a Estados Unidos ante la insistencia de sus editores, que no eran optimistas con respecto a la posibilidad de que los lectores norteamericanos dispensaran demasiado entusiasmo a una historia ambientada en la remota Australia, como era la intención inicial. A pesar de esa traslación del escenario, la novela pasó desapercibida para el público.

El libro tuvo una segunda oportunidad en 1965, cuando se reeditó con un extenso y meticuloso prólogo del poeta y crítico Randall Jarrel en el que se pregunta cómo una obra tan alejada tal vez de nuestra propia experiencia puede acabar resultando tan cercana a una nuestra experiencia de la infancia, ese territorio natural del desvalimiento. En la actualidad, El hombre que amaba a los niños está reconocida como un clásico contemporáneo.

LEIDO por.... Andrés:

Vuelvo a insistir, al pairo de  Antonio Muñoz Molina en su artículo de Babelia, El País, Longitudes de verano, que hay que seleccionar con mucho cuidado lo que se lee. Nos dice:

“Hay muchos más libros buenos de los que uno tendrá ocasión de leer en su vida, de modo que no queda tiempo para leer libros malos. Pero como los libros pueden ser muy buenos de muchas maneras diferentes, no hay obligación de leer ninguno que no resulte apasionante. Cualquier lector con afición y cierta experiencia está capacitado para leer cualquier novela. Pero uno va cambiando mucho a lo largo de la vida, y lo que le gustó mucho en una época puede dejarlo indiferente o incluso volvérsele detestable, del mismo modo que la gran novela que lo venció de aburrimiento o simplemente no despertó la llama de la curiosidad puede abrírsele como por sorpresa y ya para siempre en una futura tentativa. Sobre gustos no hay nada escrito: el sentido de la expresión creo que es que en ese ámbito tan privado del gusto no manda nadie, o no lo afecta ninguna legislación exterior”

Siguiendo sus aficiones, “llegan los calores de julio y por una especie de reflejo condicionado se me despierta la apetencia por las ficciones de mucho calado y larga duración”, me he apuntado a esta novela, alabada por Almudena Grandes, en su artículo del suplemento de El País El hombre que amaba a los niños, nos decía de esta novela: “uno de los retratos má extraordinarios de las miserias del alma humana que se hayan escrito jamás”, “es literatura con mayúsculas, un grandioso, denso espejo del mundo, pleno de matices, de sutilezas, de inteligencia y de compasión por la desgracia humana. Es, en definitiva, una prueba irrefutable de que la literatura no morirá jamás”, “cuando la leí, recobré la pasión devoradora de la adolescencia que decidió ser escritora leyendo novelas como ésta, obras monumentales, asombrosas poderosísimas, capaces de herir y de curarla, de convertir a sus lectores en personas mejores y distintas” y “un libro que no olvidarán jamás”.

La novela esta  bien escrita y hace alarde de poderosas descripciones: “Habitaciones repletas del cáncer activo de los insultos, de la lepra de los desencantos, de los abscesos de rencor, de la gangrena de nunca más, de la fiebre quintana del divorcio y de la propagación del sufrimiento, de llagas supurantes y de costras espesas (y no para sus celestiales deleites) la carne del matrimonio está tan profundamente velada y conventualmente recluida”. La crudeza del trato de los padres a los niños es tremenda, duele leerlos cuando se imagina dirigidos a niños reales. La crueldad con que se tratan entre sí el matrimonio, delante de los niños sin ningún recato, con insultos y descalificaciones feroces, “todo el día babeando a mi alrededor y llamando amor a eso, llenándome de niños mes tras mes y año tras año, mientras yo te odiaba y te detestaba” le dice Henny a su marido, trasmite el ambiente insano en que son criados los niños. A pesar de estos valores, me ha parecido demasiado larga y repetitiva, por lo qué, a mi entender, sobra la primera parte, lo anterior al viaje malayo. La novela gana a partir de este momento.

Me ha costado entrar en la novela, ya que me parecía forzada. No me la he creído, vamos. La imagen de Sam, el padre, demasiado estereotipada, la hace increíble. Demasiado pueril e irresponsable como para creerle capaz de haber llevado su familia tantos años sin que hubiera ocurrido alguna tragedia: “Se quedó en la cama hasta tarde. Ordenó a los niños que se levantaran y reclamo a Evie para que fuera a acariciarle la cabeza”. La figura de la madre, Henny, me ha parecido más lograda, más natural y creíble su odio, resentimiento, ira y desprecio. Los niños, Louie, Ernest, Saul, Samuel, Evie, Tommy y Chappy que “nunca se preguntaban por qué se peleaban sus padres, ya que creían que los adultos eran seres irrazonables y violentos, juguetes en manos de su temperamento monstruoso y de su egoísmo”, aparecen, salvo los dos mayores, Louie y Ernest, demasiado trasparentes.
Louie, para mí el personaje más logrado, rezuma dolor e incomprensión, “en cuanto al cariño, Louie no echaba de menos lo que nunca había conocido” y “había aprendido -sin saber que lo había aprendido- que allí había un pozo salobre de odio del que beber”.

Mi cachico:

Cuando se puso a quitar el polvo de la balda alta, encontró allí todo tipo de cosas: un alfiretero, un pastillero que contenía varias chinchetas, dos agujas de tejer y un diario antiguo en el que se leía, en mayúsculas: EL CICLO AIDEN.

-Zorpresita tras zorpresita -declaró Sam, moviendo la cabeza-. Que me parta un rayo si esto no es poetría. Lulu es una poetisa condenadamente más güena que yo. Veamos, Samuela, ¿Que sabes tu de esto? Sausario, ve a buscar a los demás. ¡Rápido! Cuando Lulu reegreze les paseito con su amada señorita, nos encontrará a todos disfrutando de su poetría. Rápido, rápido.

Se propagó la llamada y los chiquillos fueron regresando a la casa. […]

En ese momento, con la noche cayendo ya, Tommy, que vigilaba para avisar del regreso de Louie, entró dando brincos y gritando:

-Ya viene. Está en el puente.

-Uf, papi, se va a enfadar mucho contigo -avisó Evie.

-Deberías dejarlo -le aconsejo Ernie.

-Está enamorada de la señorita Aiden. ¡Ah, Rosalinda! -suspiró Sam, contoneándose.

Los niños le imitaron.

-Adora a la señorita Aiden -dijo Sammy, con voz estridente-. Oh, te quiero, señorita Aiden.

-¡Chist, chist! -siseó Sam, inclinándose misteriosamente, mientras pasaba una página-. Tomamás, ve a la verja y avisame cuando regrese Lulu. Dile que estoy leyendo su poetría. ¡Y fíjate bien en lo que dice! ¿Vale?

Hubo quien aprobó aquello y quien lo censuró, pero Tommy salió corriendo. Louie regresaba con paso lento, aspirando el aire cargado de aromas suaves, de olores espesos y marinos. Los murciélagos volaban, zumbaban los mosquitos. Le alegraba estar sola, ya que, al fin y al cabo, no tenía nada que decir a nadie, ni siquiera a la señorita Aiden, pues el éxtasis no puede ser expresado.

-¡Louie!¡Louie! -la llamaba Tommy desde la verja.

-¿Qué quieres?

-¡Louie, papá está leyendo tus poemas!

Tommy vio cómo aquella silueta pálida se abalanzaba sobre él.

-¿Dónde está? -gritó, zarandeándolo por los hombros.

El niño se estremeció de miedo y de ilusión.

-En tu cuarto, Papá quería...

Pero no pudo terminar la frase. Se quedó allí solo, mientras una figura oscura y corpulenta tomaba la curva del camino de entrada

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