sábado, 13 de octubre de 2012

EPISODIOS NACIONALES, Serie segunda: 2. Memorias de un cortesano de 1815, de Benito Pérez Galdós

Edición: Libro electrónico
Páginas: 166
 
Esta novela, la segunda de la segunda serie de los Episodios Nacionales: El reinado de Fernando VII, la publicó Benito Pérez Galdós en 1875

En uno de los episodios más humorísticos, narrado por un personaje en quien resuenan ecos de la mejor tradición picaresca ­Juan Bragas o don Juan de Pipaón, como él prefiere llamarse­, Memorias de un cortesado de 1815 nos da entrada en el estrambótico mundo de la corte de Fernando VII, dominada por groseros y avispados arribistas que hacen y deshacen, tiran y aflojan cada uno en la medida de sus posibilidades, según los peores usos de la monarquía absoluta.

Comienza así:


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.

LEIDO por.... Andrés:


En esta segunda novela se aprecia el acierto de Galdós al prescindir de un solo narrador para toda la serie, como ocurría en la primera, donde Gabriel de Araceli se vio obligado a recorrer media España para poder asistir a todos los acontecimientos históricos de relevancia. Esta libertad ya se aprecia ahora, donde su narrador se nos presenta así:
Yo soy aquel —respondo— que en los primeros años de su vida administrativa se llamaba Juan Bragas, nombre que a decir verdad no se distingue por su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria de nobleza
personaje con las ideas muy clara respecto a su conducta, “
atento siempre al servicio del Estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho”. Lo habíamos conocido en la primera novela por ser amigo de Salvador Monsalud y ahora, en primera persona, nos va a contar los entresijos de la corte de Fernando VII.

“Era un hombre admirablemente formado, de cuerpo estatuario y arrogante. Su edad no pasaría de los treinta y dos años, hallándose, según la apariencia, en aquella plenitud de la fuerza, del vigor y del desarrollo físico que marcan el apogeo de la vida”

Lo más deprimente de leer la novela, cínica, socarrona y despiadada, no es pensar que los tremendos hechos que nos relata Galdós  nos parezcan reales y creibles para la época, sino que nos los imaginamos, sin gran esfuerzo ahora mismo. No requiere un acto de imaginación excesivo el pensar que algo muy parecido sucede en la sede de un partido, en los alrededores del «lider» ascendido de manera fulgurante al «trono» tras ganar las elecciones. Sustitúyase Bandolera, canonjía, charretera, encomienda, por  Delegación del Gobierno, Consejero en una empresa, Asesor personal, etc y tendremos casi todo el trabajo hecho. Bien es verdad que a la par que suben los nuevos, caen los viejos. Como diría nuestro protagonista, con su sandunguero cinismo, se reparte riqueza.
 
 
“—La cojita no puede ser más mona —dijo, dando a sus ojos expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los individuos del lienzo de Velázquez—. ¡Y qué cuerpo tan bien formado!… Es una preciosidad… una joyita de carne y hueso”

Una estupenda novela, para disfrutar tristemente de la realidad española. El humor de Galdós es más exquisito que nunca:
  • Carlos III, ante quien los ayos de D. Antonio se alzaron en queja, lamentando la desaplicación del niño, dijo: «si el infante no quiere estudiar, que no estudie», y el chico lo hizo al pie de la letra. Cuando fue grande se dedicó a los libros… quiero decir que era encuadernador
  • Unos días privaba este, otros aquel, según las voluntades recónditas y jamás adivinadas de un monarca que debiera haberse llamado Disimulo I
  • general que tenía la mejor mano del mundo para perder todas las batallas en que se encontraba
  • ¡Y cuidado si era sabio el príncipe! Como que la Universidad de Alcalá le hizo doctor de golpe y porrazo, dándole patente de Aristóteles.
  • el Criador del mundo debía de estar muy satisfecho por haber criado a Ugarte. Sin duda después que lo echó al mundo, vio que era bueno
  • aquella alta institución narcótico-nacional”, refiriéndose al Consejo de Estado.
  • Ya no se buscaba con candil, como en los días de Jovellanos y Campomanes, un vejete sabihondo para endilgarle la cédula de nombramiento, sin más méritos que haber escrito veinte mil informes indigestos. Godoy echó por tierra estos abusos, llevando a la Cámara a quien le dio la gana, sin distinción de talentos reales o postizos
  • si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.
De lectura obligatoria en las sedes de los partidos y manual de cabecera de los jóvenes cachorros (a los viejos ya no hay quien los cambie).

Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:
ponerse de veinticinco alfileres
Al buen callar llaman Fernando.
Debajo del sayal hay al
tonto solemne de siete capas
se le antojan sus dedos huéspedes


Mi cachico:

Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.

¡Bendito sea Dios, padre de los menesterosos, sustento de los débiles, proveedor de los hambrientos, aposentador de los desamparados, amparo de los desnudos, alivio de todos los pobrecitos que quieren ganarse la vida, y despensero de las hormigas, de los pájaros y de los pretendientes!… ¡Bendito sea Dios, digo, que me ha conservado mis sueldos, gajes, pensiones, viáticos, emolumentos y obvenciones, para que desahogadamente y sin importunos cuidados pueda contar todos los pasos de mi fabulosa carrera! ¡Oh! ¿Por qué he de ocultarlo? Carrera como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda tierra el tallo de los empleos públicos y abrieron sus polvorientas corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales, Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la Abuela, Chapín de la Reina y demás yerbas que componían el placentero jardín de la Administración.

Verdad es que si a grandes altitudes llegué, buenos porrazos recibí en aquella bendita escala, luchando y desgreñándome a machaca-liendres con los que querían subir antes que yo; si mucho y rápidamente subí, agarreme también a buenos faldones. Y no se diga que manchan mi vida, como la de otros muy lucidos en sus carreras, acciones feas y vergonzosas. Eso no; que antes que nada es la inmaculada blancura de mi alma cristiana. Dios es testigo de que jamás metí la mano en bolsillo ajeno… ¡Jesús, qué horror! Antes me habría dejado tostar en parrillas que tomar de las arcas del Tesoro un ochavo de los que allí estaban, conforme a los libros de cuenta y razón… ¡Huye, Luzbel maldito! Vade retro!… Detesto las violentas acciones, mayormente cuando al varón allegador y celoso de su propio bien, no faltan mil ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para remediar sus escaseces. No fui yo el inventor de tales alivios; que los aprendí de maestros muy doctos, cargados de emolumentos, veneras, excelencias, y que pasaban por las más firmes columnas del Estado y de la Iglesia, de lo cual colijo que las sobredichas ingeniosidades no debían de ser pecaminosas. Y no digo más por ahora, que a su tiempo y sazón se verán palmariamente las agudezas de mi ingenio, y el filósofo así como el moralista, no podrán menos de aprobarlas.

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