viernes, 21 de diciembre de 2012

EPISODIOS NACIONALES, Serie tercera: 1. Zumalacárregui, de Benito Pérez Galdós

Edición: Libro electrónico
Páginas: 225


 El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a  Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles -guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares- a lo largo del agitado siglo XIX. 

Esta novela, la tercera de la Serie Tercera de los Episodios Nacionales: Cristinos y carlistas,  la publicó  Benito Pérez Galdós en 1898, 19 años después de finalizada la segunda serie. 

Galdós se sirve de la figura de ZUMALACÁRREGUI -el gran caudillo popular surgido en los primeros tiempos de la guerra carlista- y de la peripecia novelesca del atormentado capellán José Fago, para -como hiciera con El Empecinado para la Guerra de la Independencia- reflejar un momento histórico que le brinda la ocasión de pintar el mundo de la guerrilla y el de las intrigas cortesanas.

Comienza así:

Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí te tomo, aquí te dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas.

LEIDO por.... Andrés:

Tras el paréntesis concedido a Gonzalo Hidalgo Bayal, volvemos a 
Benito Pérez Galdós, que también es sus días se tomó un tiempo para reiniciar los Episodios nacionales en su tercera serie. Bastante más tiempo, por cierto, como dijimos en la reseña de arriba. Esperaba que ese tiempo, en el que escribió algunas de sus mejores obras, Tormento (1884),  Fortunata y Jacinta (1886–87), Miau (1888), Tristana (1892), Misericordia (1897) y El abuelo (1897), se notaría de manera inconfundible en su prosa, por eso mi sorpresa ha sido mayúscula cuando no he notado nada. Si acaso una mayor profundidad en sus personajes y, por lo tanto, en la narración.
 Don Carlos Mª Isidro de Borbón (1788-1855)

El protagonista de esta primera novela, el capellán Fago, sintió sus inclinaciones marciales tanto carlistas como cristinas: “No tardó en sentir nuevamente ímpetus guerreros, influencia natural del medio, del compañerismo, de la emulación”, para facilitar al narrador la visita a ambos bandos.

Eso si, no he echado en falta nada de lo que más me gustaba de las dos primeras series. Sigue con sus asombrosas descripciones de los personajes:
  • Los carlistas que acompañaron a Fago en la captura del El abuelo son: “gente decidida, honrada hasta la inocencia, fuertes, incansables, buenos como los ángeles en tiempo de paz; en la guerra, dotados de un valor flemático y de una pasividad fatalista, que les hacía de hierro para atacar, de peña para resistir” y “almas encendidas en ingenuo fanatismo, cuerpos atléticos. Eran niños en el sentir, gigantes en el hacer
  • Vi y traté a muchos aragoneses en mi tiempo de pecador, y todos guapos chicos, pero muy quijotes... camorristas, bebedores, cantadores y enamorados
  • El  General Valdés: “Era hombre modestísimo, afable, de bastante edad, espíritu fuerte, cuerpo flaco y mísero: vestido de paisano, habría pasado por clérigo; de uniforme, representaba la persona venerable de un honrado capellán
  • nos regala alguna descripción lapidaria: “ambicioso forrado de beato
  • Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí mismo
  •  De los españoles: “La tenacidad, la gallardía caballeresca, componen toda la historia de una raza que, al inclinarse para caer en tierra, ya está pensando en cómo ha de levantarse” y “raza inepta para guardar secretos
  • De Zumalacárregui, al que tenía en gran aprecio: “Su honradez era tan grande como su talento militar”  y “aproximábase a su ocaso, con todos los sacramentos, la gloria que enaltece, la ingratitud que roe, el público aplauso que empuja hacia arriba, la envidia que tira de los pies para hacer bajar al sujeto, y poner su cabeza al nivel de las pelonas de la muchedumbre

Zumalacárregui, herido, es llevado de Bilbao a Cegama, 1835

Galdós nos da alguna pincelada del machismo propio de aquellos tiempos:
  • Al encastillarse con sus maridos en la torre, las urbanas, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las uñas y a las lenguas de las mujeres del otro bando
  • Cuando nos habla de la “mujer-vaca
  • La enagua en casa, y en la calle y en la heredad el calzón
y alguna antibelicista: —La guerra, digo yo, deben hacerla en primera línea aquellos a quienes directamente interesa… Verdad que si tuvieran que hacerla ellos, quizás no habría guerras, y los pueblos no se enterarían de que existen estas o las otras causas por las cuales es preciso morir».

Ferrer Dalmau: Ataque de los lanceros carlistas

En la edición sobre la que ha realizado el ebook, la edición de Madrid, Est. Tip. de la Viuda e Hijos de Tello, 1898, se utilizó un curioso sistema para los diálogos, mezclando las comillas y los guiones:
“Entró un ayudante con despachos que debían de ser urgentes, porque el General se aplicó a leerlos con avidez, y la conferencia fue interrumpida.
«Si vuecencia necesita despachar, o quiere recibir a alguien -le dijo el clérigo-, en la antesala aguardaré hasta que se me ordene.
-Sí, hágame el favor».

Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:

Abajo eras carraca , y arriba campana
muy cuitadico, de los que no encuentran agua en el Ebro
No ver tres sobre burro

Palabras recuperadas:
tanganazo
cuchipanda
batir el cobre
palique
pegar la hebra
cuchufletas
chopo (fusil)
antiparras
soconusco
ten con ten

Palabras o expresiones que me han sorprendido:
promiscuar
despepitarse
encalabrinárse


Mi cachico:

Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza, cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos, túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y había venido a caballo. «Quizás en mula —pensó Ulibarri—; en mula, que es más propio».

  Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera palabra; pero, no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de Don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro grave y ceñudo, totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula religiosa del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba, y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que pálido, amarillo como cera de réquiem. Entablose un diálogo de suspiros, pues al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el clérigo con otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato, hasta que Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela debiera, fue vencido e su genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de calurosa impaciencia.

  Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose las manos a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva, estas singulares expresiones: «Sr. D. Adrián, me han traído para auxiliar a usted, y yo no puedo... ¿Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago».

  Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el sacerdote, cuando éste, con tales  aspavientos, tomaba la palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un disparo que lanzó al infeliz reo contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared.

  «Soy José Fago —repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante y cruzando las manos— y no está bien que quien ha ofendido a usted gravemente, ahora reciba su confesión. Éste es un caso en que el malo no puede, no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en esos tres años, Sr. D. Adrián de mi alma, han pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de lo que soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y...». Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna, pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento y tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas lamentaciones.

  «Dios, que ve nuestras almas —dijo—, sabe que en este reo soy yo, y usted el sacerdote»

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