jueves, 3 de enero de 2013

EPISODIOS NACIONALES, Serie tercera: 3. De Oñate a La Granja , de Benito Pérez Galdós

Edición: Libro electrónico
Páginas: 254

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a
Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles –guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares– a lo largo del agitado siglo XIX. 

Continuación de las peripecias de Fernando Calpena, liberal y romántico, a quien dejamos en «Mendizábal» preso y arrancado de sus amores por Aura, DE OÑATE A LA GRANJA hace referencia a los dos polos que fijan la acción política de una España embarcada en la Primera Guerra Carlista: la Corte del Pretendiente, «capital del estado “absolutamente absoluto”» y el Real Sitio donde permanece la legítima Isabel II, escenario del «Motín de los Sargentos» de 1836 que restaura fugazmente la Constitución de 1812.

Esta novela, la tercera de la Tercera Serie de los
Episodios Nacionales: Cristinos y carlistas,  la publicó Benito Pérez Galdós en 1898
 

Comienza así:

Debemos dar crédito a los cronistas que consignan el extremado aburrimiento de los reos políticos, D. Fernando Calpena y D. Pedro Hillo en sus primeros días de cárcel. Y que los subsiguientes también fueron días muy tristes, no debe dudarse, si hemos de suplir con la buena lógica la falta de históricas referencias. Instaláronse en una habitación de pago, de las destinadas a los presos que disponían de dinero, y se pasaban todo el día tumbados en sus camastros, charlando si se les ocurría algo que decir, o si juzgaban prudente decirse lo que pensaban, y cuando no, mirábanse taciturnos.

LEIDO por.... Andrés:

Iniciamos la novela con D. Hillo castigando a Calpena con unos versos de la Oda a Juiio Antonio, de Horacio, en una habitación de lujo de la carcel, para asistir al desfile de los hechos históricos protagonizados por tres gaditanos que ocupan  un lugar privilegiado en este periodo de la historia y por tanto de la novela: Mendizábal, el general Fernández de Córdoba e Istúriz. Calpena viajará a Oñate, a la corte del rey caracol, y apenas conoceremos los sucesos de La Granja, a donde se dirigirá D. Hillo. Mientras que el narrador ennoblece las figuras de los dos primeros, al último lo tacha de ambicioso y desleal con Mendizábal de quien había sido amigo íntimo y con quien, sorprendentemente, llegó a batirse en duelo a muerte, pues en esas fechas de 1836 todavía se acordaban estas formas civilizadas de resolver conflictos. Claro que, si el Presidente del Consejo de Ministros y su sucesor dirimían así sus diferencias, nada debe extrañarnos.
Juan de Dios Álvarez Mendizábal, nacido Álvarez Méndez, 
(Chiclana de la Frontera, Cádiz,  1790 - Madrid,  1853)
Francisco Javier de Istúriz Montero. 
(Cádiz, 1790 - Madrid, 1871)

Galdós no suele ser generoso en la glosa de los personajes históricos. En esta novela destaca el general Luis Fernández de Córdoba verás en Córdova la representación más alta de la inteligencia y la voluntad en tres órdenes distintos, el militar, el político y el diplomático. De ese ilustre soldado digo lo que ya te indiqué a propósito de Larra: es de los que no caben aquí”, “La desgracia de este hombre es haber nacido aquí”, “Córdova es un roble plantado en un tiesto. El árbol crece… Naturalmente el tiesto se rompe…
Luis Fernández de Córdova (San Fernando, Cádiz, 1798 – Lisboa,  1840)

España, a través de la novela, se nos presenta, como ahora, más con sus aspectos “cutres” que con los positivos:
  • La chismografía se ha tomado en esta desdichada tierra las atribuciones que en otros países corresponden a la opinión. Y que la manejan bien los españoles. Esto y las guerrillas, son las dos manifestaciones más poderosas del genio nacional.
  • Todos son unos intrigantes en la oposición y unos caciquillos en el poder
  • rara vez hablaba sin remachar su discurso con aquellos clavos de acero de la elocuencia familiar española”, sobre el uso de palabras malsonantes.
Y siempre el humor de Galdós:
  • El paño que de sobra lucía en su pescuezo escaseaba en los codos, no siendo estas las únicas claraboyas por donde se le ventilaba la carne
  • D. Carlos llevaba por delante en sus frecuentes correrías de soberano caracol
  • Le querían [a D. Carlos] de veras, sin conocerle más que como se conoce a las imágenes de iglesia, que no hablan ni se mueven, pues si hablasen, quizás muchas de ellas no tendrían tantos devotos
"Espronceda, el poeta de las pasiones violentas, de los ayes de desesperación,
cantor de piratas, corsarios y ladrones"

Y leyendo, leyendo, me encuentro con unos exquisitos tirabeques propios de la ribera del Ebro.

Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:

amortajar a la que pronto había de vestirse de tierra y gusanos

Palabras o expresiones recuperadas, anticipadas, más bien:
El moro Muza
gaznápiro
candela
pistolo
mamarracho
malandrín

Palabras o expresiones que me han sorprendido:

badulaque
multiples mañanas que había tomado (casi borracho)
con la pulga en el oido
dar con un canto en los pechos
pescar truchas a bragas enjutas
calentar los cascos
como sardinas en banasto
ntapujando (Andar con tapujos)
tiro a boca de jarro
deme usted esos cinco
Soconusco (chocolate)


Mi cachico:

D. Carlos vestía de Capitán general, con sombrero de tres picos, sin más insignia que la cruz de Carlos III. Era el único faccioso que por razón de su alta categoría no usaba boina. Aclamado por el pueblo con gritos castellanos y vascuences, que se mezclaban formando una algarabía discorde, saludaba con la afabilidad fría y austera que contribuía no poco a fortalecer su prestigio ante aquella raza creyente, grave. Al satisfacer su curiosidad, tuvo también Fernando la satisfacción de que el personaje resultara como él se lo figuraba; que es un gusto sorprender en la realidad un reflejo de nuestras ideas. Vio, pues, Calpena en la encarnación del absolutismo el tipo que se había forjado en su mente; la cara de Fernando VII con menos nariz, más quijada, el labio grueso, bigote y patillas cortas, la mirada fría y obscura, de las que no penetran ni alumbran, señal de entendimientos apagados. Bien podía expresar la mandíbula del Rey, más larga que saliente, la terquedad, que hacía las veces de voluntad firme, y su mirar vago el fatalismo religioso, que ocupaba el lugar de las ideas. La prolongación del maxilar hacía muy desapacible el soberano rostro, sin llegar a la fealdad que al de su hermano daba la trompa que tenía por nariz. Uno y otro eran diestros jinetes; se asemejaban asimismo en la desmedida soberbia y en la contumacia de sus creencias acerca del derecho divino, como enviados al mundo para oprimir a estos desgraciados pueblos.

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo Narizotas y el llamado Pretendiente, llegando a la conclusión triste de que si hubiera un infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este tártaro regio debían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos señores, que simbolizando la misma idea, por la supuesta ley de sus derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los huesos de aquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo, inmolados otros por el deber o en matanzas y represalias feroces, se podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del 24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de españoles en la guerra dinástica hasta el Convenio de Vergara, causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación.

Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y Carlos, pues la bajeza y sentimientos innobles de aquel no tuvieron imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad posible dentro de aquella artificial realeza y de la superstición de soberanía providencial. Trasladados los dos a la vida privada, donde no pudieran llamarnos vasallos ni suponerse reyes cogiditos de la mano de Dios, Fernando hubiera sido siempre un mal hombre; D. Carlos un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, allá se iban, ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en marrullerías y artes de la vida práctica. Las ideas de Don Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca, con el conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu tenía todo el vigor de la fe. De la piedad de Fernando no había mucho que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de D. Carlos se manifestaba en santurronerías sin substancia, propias de viejas histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En sus reveses políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía de tiranuelo, comiéndose los niños crudos; D. Carlos mantuvo su dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus días amado de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que, al morir, los enemigos le aborrecían tanto como le despreciaban los amigos

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