viernes, 11 de enero de 2013

EPISODIOS NACIONALES, Serie tercera: 5. La campaña del Maestrazgo, de Benito Pérez Galdós

Edición: Libro electrónico
Páginas: 230

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a  Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles –guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares– a lo largo del agitado siglo XIX.

Enmarcada en uno de los episodios más enconados de la Primera Guerra Carlista, el protagonizado por el general Ramón Cabrera en las escarpadas tierras de esta comarca, LA CAMPAÑA DEL MAESTRAZGO gira en torno al simpático y noble personaje de don Beltrán de Urdaneta –en quien se personifican los riesgos e infortunios que pueden recaer sobre alguien envuelto en una guerra fratricida–, así como a los amores entre el joven militar Nelet y la monja Marcela.

Esta novela, la quinta de la Tercera Serie de los Episodios Nacionales: Cristinos y carlistas,  la publicó  Benito Pérez Galdós en 1899

Comienza así:
"En la derecha margen del Ebro y a cinco leguas de la por tantos títulos esclarecida Zaragoza, existe la villa de Julióbriga, fundación de romanos, según dicen libros y rezan lápidas desenterradas, la cual, en tiempos remotos, mudó aquel nombre sonoro por el de Fuentes de Ebro, con que la designaron cien generaciones aragonesas."

LEIDO por.... Andrés:

En la novela seguiremos las andanzas del singular  “aristócrata de raza, maestro en arte social” D. Beltrán, por tierras turolenses y valencianas.
 
"Metieron a D. Beltrán en una casona llamada Corte que hace esquina con el Ayuntamiento [de Alcañiz], gótica, de ojivales porches al exterior, interiormente muy capaz, con ventanas pequeñas, las puertas no muy holgadas"
[Estuve tentado de borrar el infame edificio que aparece al fondo, pero preferí dejarlo para escarnio del edil responsable]

La campaña del Maestrazgo fue, si nos atenemos a lo que nos cuenta  Galdós, una de las más cruentas guerras civiles que hasta ese momento habían asolado España, y descripciones no nos faltan en esta novela, la más cruda hasta el momento:
  • "cacería feroz"
  • "si por economía de víveres se les mataba de hambre, por ahorrar cartuchos se determinó concluirles a bayonetazos"
  • "un cadete de doce años, que fue al matadero emparejado con su padre, [...]. La última res sacrificada fue una cantinera portuguesa."

En esta vorágine sangrienta, según la novela, tuvo mucho que ver el fusilamiento en Tortosa, el 16 de febrero de 1836,  de la madre del General Cabrera
Ello es que sonaron los tiros, y cayó la mujer al suelo, de golpe, sin ruido ni contorsiones, como un vestido, como un colgajo de trapos que cae de una percha…

El personaje histórico principal es el General Ramón Cabrera y Griñó (Tortosa, 1806 – Wentworth,  1877), conocido como «El Tigre del Maestrazgo» para la historía y como “leopardo” en la novela, que no sale mal librado del todo. 
 
Reconoció en él la cara de soberbio gato, que ya había visto, y quedó grabada en su memoria: cara triangular, de pómulos salientes, ojos grandísimos y negros con la ceja corrida, la nariz de mala forma con las ventanillas siempre palpitantes

Se confirma lo que ya apuntábamos en anteriores novelas, la complejidad de los personajes aumenta y con ella la profundidad de la narración.

Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:

impedimenta faldamentaria
pesaba sobre un poderoso alazán

Palabras recuperadas o anticipadas, más bien:
tunante
cafre
melopea
garambainas
calentar los cascos
churrigueresco

Mi cachico:

Antes de que pudiera contestarles, resonó el estruendo de una descarga… Corrió Don Beltrán hacia donde la humareda se veía, y distinguiendo los desnudos bultos de cadáveres junto al tapial del cementerio contiguo a la iglesia, lanzó una exclamación de horror y se llevó las manos a la cara. Veinte infelices habían caído ya. A poco trajeron otra cuerda: eran veinticinco, entre ellos los cadetes valencianos que acababan de ingresar en el ejército, y se estrenaban en aquella tragedia. Venían en cueros, resignados, los menos con pocos ánimos, tropezando en el camino; los más altaneros, provocativos. Algunos de ellos, alargando sus brazos hacia la embriagada turbamulta del festín, gritaron frenéticos… «¡Viva Isabel II!»… La descarga les cortó la palabra y el fervor de sus exclamaciones; luego, los tiros sueltos para rematarles sonaban a cacería. Excitados con los vivas insolentes de las víctimas, la soldadesca entregada a la gula prorrumpió en gran vocerío aclamando a los suyos, escarneciendo a los vencidos, que no tenían bastante con la muerte. Mientras traían otra cuerda del cercano corral donde les desnudaban, en la explanada vaciaron más pellejos. Los vacíos yacían en el suelo como cuerpos despanzurrados, sanguinolentos. En algunos grupos, donde con la borrachera se había perdido hasta el último destello de razón, gritaban: «Más, más». ¿Qué pedían? ¿Más bebida o más muertes? Las dos cosas: vino bautizado con sangre.

Soldados del Serrador y de Tallada cogían entre dos los muertos, por pies y cabeza, y los iban arrojando a un lado, formando montón. Las gentes del pueblo, que al principio de la matanza se aproximaron con instintiva curiosidad y querencia insana del terror, huían ya despavoridas. La musiquilla seguía lanzando su chillar bufonesco en medio de la melopea espantosa de tal tragedia, declamada por los fusiles de una parte, de otra por los ayes lastimeros o los arrogantes apóstrofes de las víctimas. Si pavoroso era el estruendo de las descargas, no lo era menos el graznido lúgubre de la banda o murga y el coro desenfrenado y soez de los que comían, bebían y pateaban sobre el propio Calvario… Movido de inmensa compasión, de un sentimiento de protesta contra tanta barbarie, se fue D. Beltrán con paso torpe hacia donde fusilaban… Le entró el delirio de unir un grito suyo al de los que gritando morían. No sabía por dónde andaba… Una mano vigorosa le apartó diciéndole: «¿A dónde va, buen hombre? Atrás, o le coge una bala…». Retirose, metiendo los pies en un charco de sangre… Vio los cuerpos desnudos retorciéndose en el suelo, y la presteza con que los remataban, como quien extermina una plaga de animales dañinos. Huyó el pobre señor horrorizado, sin saber a dónde iba a parar; y más abatido por efecto del pavor que del cansancio, se dejó caer en tierra. Una nueva descarga, alaridos, vivas y mueras, y el coro de los bebedores, que ya era ronco, con voces arrastradas, grotescas, llevaron al colmo su espanto. Se tapaba los oídos: sus miradas buscaban en el movimiento de los grupos algo que indicase la terminación de la matanza; pero nada veía. El humo cubría la hecatombe. Volviendo sus ojos al cielo, ansiando ver algo que borrase de su espíritu la impresión de tales horrores, contempló un instante la inmensidad azul. calmosa y pura.

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