domingo, 10 de marzo de 2013

EPISODIOS NACIONALES, Serie cuarta: 3. Los duendes de la camarilla, de Benito Pérez Galdós

Edición: Libro electrónico
Páginas: 226

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX.

LOS DUENDES DE LA CAMARILLA –monjas, religiosos, cortesanos– rodean con sus esperpénticos manejos la corte de Isabel II a mediados del siglo XIX, tratando de imponer los intereses de una orientación política ultramontana. Sus maquinaciones y enredos se prolongan hasta influir en los destinos de esas gentes populares que Galdós tan bien supo captar y retrata

Esta novela, la tercera de la cuarta serie de los Episodios Nacionales: El reinado de Isabel II,  la publicó Benito Pérez Galdós en 1903

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Comienza así:

Medio siglo era por filo… poco menos. Corría Noviembre de 1850. Lugar de referencia: Madrid, en una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro.

La mañana había sido glacial, destemplada y brumosa la tarde; entró la noche con tinieblas y lluvia, un gotear lento, menudo, sin tregua, como el llanto de las aflicciones que no tienen ni esperanza remota de consuelo. A las diez, la embocadura de la calle de Rodas por la de Embajadores era temerosa, siniestro el espacio que la obscuridad permitía ver entre las dos filas de casas negras, gibosas, mal encaradas. El farol de la esquina dormía en descuidada lobreguez; el inmediato pestañeaba con resplandor agónico; sólo brillaba, despierto y acechante, como bandido plantado en la encrucijada, el que al promedio de la calle alumbra el paso a una mísera vía descendente: la Peña de Francia.

Con un arranque de la novela muy prometedor, entraremos en la vida de la bella Lucila, a la que conocimos ya en Narváez, convirtiéndose el pueblo , otra vez, en el verdadero protagonista de la novela.

Nos volvemos a encontrar con el cura D Merino, “
hombre impasible, de una frialdad estatuaria”, que vivía en un “siniestro pasadizo, que oficialmente se llamaba Arco de Triunfo, y por mote popular Callejón del Infierno” y que quiso ocupar un lugar prominente en la historia.

 
No pueden faltar las descripciones de Galdós:
  • Era Domiciana de mediana estatura, bien dotada de carnes, airosa de cuerpo, desapacible de rostro, descolorida, ojerosa, negros los ojos, la ceja fuerte y casi corrida. Si de media nariz para arriba podría su cara pretender la nota de hermosura, del mismo punto hacia abajo ganaría fácilmente el premio de fealdad por la nariz un tanto aplastada y la conformación morruda de la boca, de labio gordo tirando a belfo
  • Llevaba una falda con volantes, y tan ahuecada, que no cabía por la calle de la Pasa. Una manola que tuvo que meterse en un portal para darle paso, le dijo con desgarro insolente: «Madama, cuando paran los faldones guárdenos usté la cría…».
  • Halconero tenía la cabeza blanca, el rostro encendido, redondo, afeitado, la dentadura sana, los labios sensuales, la nariz aguileña, la frente despejada, y el ánimo, en fin, pacífico, amoroso, propenso a los arrebatos de ternura, así como el entendimiento claro, aunque tirando a lo imaginativo.
Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:
Más vale suspirar de joven por enamorada que de vieja por desconsolada
la ociosidad, que es la madre de todos los vicios…
trabajar a moco de candil

Palabras recuperadas o, más bien, anticipadas:

petar
poner punto en boca
caja de mixtos
lujo asiático
ser de encargo
la la zeca y a la meca

Palabras o expresiones que me han sorprendido:
por de contado
se enchiqueró con un General joven


Mi cachico:

Tembló Cigüela como el pájaro herido; y atontada despidió al viejo y aceleró sus quehaceres en la tienda. En la calle las dos, Rosenda le dijo: «No se encampane usted con lo que voy a notificarle, ni pierda su serenidad. Prométame por cien mil coros de serafines que ha de ser juiciosa. ¿Lo promete?… Pues allá va. Una persona, que no necesito nombrar, ha visto a Bartolomé Gracián».
La impresión de Lucila fue de intenso frío. Dando diente con diente, pudo balbucir estas cortadas expresiones: «No me engañe… ¿Está segura? ¿Y esa persona le conoce bien?… ¿Sería él de verdad?… ¡Oh! siento una pena horrible… una alegría loca… ¿Con que vive? ¿No le han matado?… Pero no es alegría lo que siento; es pena, y pienso que ha de matarme.»

—No dudes que es él… La persona que le ha visto le conoce como nos conocemos tú y yo —dijo la Capitana, que, para inspirar mayor confianza y explicarse con desahogo, inició el tratamiento de tú, necesario ya entre dos amigas—. ¿Pero qué… te pones mala? No, borrica: tómalo con calma, y que este notición no te saque de tus casillas…

—Rosenda, no me mandes que tenga calma —dijo Lucila aceptando el tratamiento familiar sin darse cuenta de ello—. Me has removido toda el alma, sacando arriba lo que ya estaba debajo de todo, y parecía que se iba ahogando… ¿Le ha visto ese señor?… ¿dónde… dónde?

—Serénate. Si te pones muy nerviosa y empiezas a soltar chispas, me callo.

—No, no: háblame… di… Ya me veo corriendo por un precipicio, y aunque quiera volver atrás no puedo. Puede más la pendiente que yo. ¿Dónde?…

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